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Crítica de «El olvido que seremos» (2020)

J. Romney

Director: Fernando Trueba | Colombia | 2020 | 136 minutos

1 Quizá la nueva película de Fernando Trueba no será entregada al olvido pero no parece probable que vaya a ocupar un lugar destacado en la obra constante pero irregular de este referente del cine español. El oscarizado director de Belle Epoque (1994) vuelve con El Olvido que Seremos (2020) a los predios latinoamericanos, que ya había transitado con su documental musical Calle 54 (2000) y el film de animación Chico y Rita (2010). La película está producida en Colombia, donde también se sitúa la acción, y se basa en un libro de memorias publicado en 2006 por el novelista Héctor Abad Faciolince y llevado al inglés bajo el título de Oblivion. Esta celebración simplona y pretendidamente ingenua de los últimos años de la vida de Héctor Abad Gómez, médico y padre del novelista, cerró el Festival de San Sebastián y también se incluye en la sección oficial de Cannes 2020. Aunque parece claro que la cinta cosechará algo de atención a nivel internacional —no en vano su punto fuerte es tener a Javier Cámara, actor español especialmente querido y figura asidua en el cine de Almodóvar—, no será una de las grandes películas de Trueba.

Con un guion escrito por el hermano del director (y también prominente cineasta por derecho propio) David Trueba, esta narración de estructura tan extraña empieza en Turín en 1983, donde el estudiante colombiano Héctor (Juan Pablo Urrego) recibe la llamada de una exalumna de su padre, también llamado Héctor, que es un médico y profesor universitario respetadísimo, anunciándole que se jubila y que es hora de volver a casa a celebrar la carrera del padre. Ya en Medellín, un plano del padre sonriente (Cámara) hace que la película salte del blanco y negro (un poco a la manera de Cuarón en Roma) al color de una paleta de tonos tostados visiblemente artificial y a los años 70, donde presenciamos la infancia del novelista, el niño «Quinín», interpretado por Nicolás Reyes.

Gran parte de la película ofrece una colección de recuerdos amables de la infancia transcurrida en un hogar de clase media de Medellín donde Quinín es el único hijo varón entre cuatro hermanas, una de ellas menor que él. El catolicismo impregna decisivamente la crianza de los hijos y tienen incluso una monja viviendo con ellos; sin embargo, Don Héctor, el padre, imparte un tono marcadamente humanista y ateo a su educación. Humanista convencido, Don Héctor, se nos muestra primero discutiendo la mejora de la calidad del agua en la región junto a un visitante de Estados Unidos (interpretado por el director norteamericano Whilt Stillman en un cameo insulso). Luego Don Héctor prueba una vacuna innovadora contra la polio en su propio hijo, aunque el film no ahonda en plantear que ello pueda ser problemático, ya sea desde una perspectiva médica o paterna.

Gran parte de la acción vaga sin rumbo en la intrascendencia. De niño, Quinín y un amigo rompen de una pedrada el vidrio de la ventana de una familia judía pues el antisemitismo flota en el ambiente, pero Don Héctor lleva al chico a pedir disculpas y se zanja el asunto sin que sintamos que se quiera abordar algo socialmente problemático. Posteriormente, el Quinín ya joven pasa un rato en un manicomio, que es la alternativa que tiene a acabar en la cárcel por atropellar a una mujer con su coche. Este hecho potencialment traumático tiene como única consecuencia real que el joven acabe teniendo un encuentro sexual con una joven sanitaria. Un episodio de la infancia, la muerte de una hermana mayor por cáncer, se nos presenta bajo la envoltura más cursi posible: una secuencua que parece sacada de un pastiche de películas en super-8 de los años 70 donde la chica se despide cantando Ruby Tuesday de los Rolling.

Las cosas empiezan a ponerse peor en los 80, después de que el joven hijo regrese a casa. Tras una época de inestabilidad política, despedido de su universidad y despreciado por comunista por la derecha pero visto como conservador por sus alumnos de izquierda, Don Héctor decide postular como candidato a la alcaldía de Medellín mientras se presenta ante los votantes ante todo como médico y como humanista. Esto da lugar a un resultado predecible y a la vez trágico que se salda con una sensiblería lamentable y que culmina con cierto optimismo ceremonioso.

La música de Zbigniew Preisner, tan laboriosa como conmovedora, empapa el film, aunque este no sea realmente muy revelador de cosas importantes, ya sea sobre el carácter, las relaciones dentro de la familia o las tensiones políticas y sociales de la Colombia de los 70 y 80. Sin embargo hay algo que sí sorprende, y es el trazo nostálgico con que se pinta una infancia confortable, incluso idílica, en una ciudad como Medellín que parece aquí muy lejos del infierno de violencia con la que el cine suele representarla. Visualmente empalagosa y narrativamente banal —probablemente con pretensiones de llevar a su molino el agua de la nostalgia de una infancia perfecta instaurada por Roma —, lo que salva a esta película son las interpretaciones.

Sobre todas se sitúa la interpretación generosa y a veces malévola de Javier Cámara, con la prometedora actuación juvenil de Nicolás Reyes en el papel de Quinín, y el interés coral que suscitan otros miembros de la familia, como Patricia Tamayo en el papel de Cecilia, la madre; de otro modo la ingenuidad parecería difuminarlo todo.


  1. Artículo traducido por A. Condori de ROMNEY, J. ‘Forgotten We’ll Be (‘Memories Of My Father’)’: San Sebastian Review Screendaily, 2020-09-26. (↑)